“La imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella”.
Walter Benjamin (Tesis de filosofía de la historia)
Toda imagen es una construcción. Por mucho que pretendamos creer en su veracidad, la fotografía no guarda la memoria, tan solo la reinventa para hacer posible el olvido, seguramente porque necesitamos fabricar recuerdos que luego podamos marginar, sabiendo que están ahí, como los objetos que atesoramos. La memoria de las imágenes se acaba imponiendo sobre el pasado vivido, de ahí que el registro de la ausencia sea el medio más eficaz para congelar esta pérdida y la fotografía se haya acabado convirtiendo en uno de nuestros mejores aliados para lidiar con los recuerdos, siempre en huida, dado su extraordinario potencial para seccionar el tiempo y reconstruir sus fragmentos a través de la ficción. Este proyecto reúne una serie de imágenes que nos muestran un silencioso itinerario de estancias habitadas por una relación de objetos cuidadosamente dispuestos o tal vez encontrados: un tiesto, un caballete, un calendario, un espejo, un aparador, un reloj, una puerta, un pequeño tragaluz… No hay rastro humano, tan solo algunas piezas de mobiliario que invitan a una contemplación íntima, como una silla, una butaca o una mecedora, quién sabe si evocando su falta. La luz parece ser la única presencia viva que recorre el espacio como un espectro. El fotógrafo articula una pequeña coreografía que precede a la toma de cada imagen, confrontando estas porciones de memoria para tejer algunas historias, reales o ficticias, que sitúa en un mismo plano representacional hasta borrar las fronteras entre lo uno y lo otro. El blanco y negro refuerza su expresividad, pero también su lejanía. Javier Lamela se sirve de una tecnología prácticamente obsoleta, el visor de una cámara antigua de medio formato, para encuadrar estos lugares, obviando su mecanismo de registro. Lo que le interesa es capturar con su cámara réflex digital la mirada de la vieja máquina analógica, cubierta por la pátina del tiempo, distorsionada y a ratos desenfocada –igual que nuestra memoria–, acaso para cuestionar la fragilidad de las relaciones que mantenemos con las tecnologías. El proceso culmina con la conversión de la fotografía en grabado gracias a la técnica del fotopolímero, profundizando en esa noción de huella que toda imagen lleva consigo. Se plantea entonces una mirada al presente bajo el filtro del pasado, recreada a partir de sus restos; una toma de contacto con esa colisión que supone toda experiencia temporal, partiendo de un tiempo diferido que se escapa en múltiples direcciones frente a la inmovilidad de los objetos, de las cosas que siguen ahí, invitando a ser reveladas de nuevo. Se trata, pues, de recuperar historias que tal vez hayamos olvidado. Reconstruirlas. Imaginarlas. Dar forma a una memoria posible. Componer topografías del recuerdo. Narraciones en elipsis. Imágenes sin duelo. Ruinas. Javier Lamela crea un espacio que posibilita un diálogo a tres tiempos: el congelado en la imagen construida, el pasado imaginado y el presente de quien mira. Este cruce de temporalidades es atravesado por algo que espolea la mirada y nos impulsa a interpretar sus secretos. Cada retrato potencia un vacío, señala una ausencia que, paradójicamente, se presenta como un destello. El espacio, privado de las historias que lo habitaron, pasa a ser ocupado por las nuestras. Solemos buscarnos en los demás. Nos apoderamos de los recuerdos ajenos para construir los nuestros. Cada uno de estos vestigios nos remite a alguien, a un sujeto otro, en el que procuramos reconocernos. Cada espacio, anclado en el pasado, en un tiempo otro, centellea como un flash en el presente, afirmando aquella sugerencia de Walter Benjamin de que solo existe el conocimiento a modo de relámpago, puesto que “el pasado solo es atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible”.
Marta Mantecón